Los duelos en tiempos del Coronavirus

Por Faustina Hanglin

Me parece que en los tiempos que corren, que ya no corren tanto, sino que están como suspendidos, los duelos florecen.

Me explico… sin ser una especialista en duelos en el sentido estricto, he tenido unas cuantas pérdidas a lo largo de mi vida. Convengamos que todos y todas nos hemos visto inmersos, por el mero hecho de estar vivos, en un proceso continuo de cambio. Las cosas, las personas, los afectos, nuestras condiciones y nuestros planes vienen y van, aparecen, hacen su parte y después, desaparecen. Además, resulta que todo, absolutamente todo, está destinado a desaparecer, aunque cueste creerlo. Y toda pérdida requiere un duelo, un proceso por el cual reconocemos el dolor, y el amor, que nos provoca aquello que ya no tenemos.

Pues bien, encuentro que antes del Coronavirus, la vida, por lo menos en las latitudes que me han visto crecer, era una carrera, a menudo frenética, hacia adelante y hacia arriba. Sin tiempo para masticar los cambios, ni para decidir hacia dónde queríamos ir, sin tiempo para registrar las pérdidas inevitables en todo devenir vital, sin lugar para el duelo. Me da por imaginar que en este correr frenéticamente hacia adelante hemos ido acumulando una gran bolsa de duelos sin hacer. Despedidas y agradecimientos pendientes, pérdidas no lloradas ni asimiladas, que esperan a ser vistas y escuchadas.

En mi caso, el Coronavirus ha significado una agenda medio vacía, poca energía y ningunas ganas de seguir remando suspendida en la nada. En esta quietud, en esta escucha interna, rozando el aburrimiento y el desespero, han aparecido tres huéspedes molestos: el sopor, la tristeza y la rabia. Luego, tras la incomodidad y el desasosiego, ha ido surgiendo desde el cuerpo una búsqueda radical e íntegra, articulada gracias al espacio abierto por el parón y la nada del Covid.

Me va la danza, me van los ritmos africanos, la percusión, los cantos a pelo y la magia ritual. Siempre me han gustado los tambores… y en esta Valencia quieta, muda y asustada del Covid, se escuchan más fuerte, si cabe. Mi cuerpo ha dicho basta a la tristeza y se ha tirado al río, con otros valencianos perdidos, a danzar con los músicos y bailarines de los Kirama Kergui. Al encontrarme con tiempo y espacio para sentir el impacto de la danza, he descubierto que hace veinte años, en la ciudad de Roma, me salvó la vida la capoeira, una danza lucha surgida en los quilombos de esclavos del Brasil. Entonces, yo estaba sumergida en una desesperación sorda, un olvido de mí que me hacía manotear malas soluciones. Mi primer maestro de capoeira se llamó Carcará, era un negro pequeño y elegante que bailaba como los angeles y luchaba como un demonio. Él me enseñó a tener fuerza, flexibilidad y gracia para combatir sin dañar. Cinco años más tarde, en la Buenos Aires del Corralito, tuve una crisis existencial hecha de soledad y confusión, y la capoeira, junto a la danza de los Orixas, volvió a sacarme del hoyo. Dedeco, mi segundo maestro, era un negro flaco y largo que bailaba una capoeira de Angola casi hipnótica… se despidió de mí después de cuatro años de entrenamiento diciendo “estás muy viva”. Y lo estaba.

Hoy, en el vacío y la nada del Coronavirus, junto a los perdidos del río Turia, el duelo por la pérdida de contacto con mis maestros se anima con la aparición de un nuevo maestro, el Moussa de los Kirama Kergui. Lloro de agradecimiento por lo que he recibido. Ahora me doy cuenta de lo importantes que fueron las danzas africanas para que siguiera en vida. Cuánto las amé y cómo amé a mis maestros por ser mi inspiración y ejemplo… los entrenamientos, las rondas, las canciones, las sonrisas, las palmas que gocé en Roma y en Buenos Aires, vuelven, puro corazón y latidos, en Valencia.

Gracias al vacío de los tiempos, a la detención obligada, el cuerpo se orienta hacia las propias necesidades. Por fin, lo importante es lo importante. Amar la danza, la música y la magia tanto como a la vida, por más efímero que parezca.